Telefoneé a mi agente de Londres, contándole lo que me ocurría:
-Mi querido, ha sido terrible que no estuviera en casa esta tarde. Estábamos visitando a mi madre, que está en Yorkshire. ¿Se arreglaría con cinco dólares?
-¡Sí!
Por lo tanto, tomé un ómnibus hasta su elegante piso de Buckingham Gate (había pasado por delante de él cuando me bajé del tren), y fui al encuentro de la digna pareja. Él tenía perilla, chimenea y whisky para ofrecerme, me habló de su madre, que contaba cien años, y leía toda la Historia social inglesa de Trevelyan. Hongo, guantes, paraguas, todo sobre la mesa, testimoniaban su modo de vivir, y yo me sentía como el héroe norteamericano de una película antigua.
El grito lejano de un niño que sueña con Inglaterra debajo del puente de un río. Me dieron sandwiches, dinero, y luego me fui a pasear en torno de Londres, saboreando la niebla en Chelsea. Los policías que se paseaban en la niebla lechosa, pensando: “¿Quién va a estrangular al policía en medio de la niebla?” Las luces opacas, el soldado inglés que se pasea con un brazo en torno de su novia, y con la otra mano comiendo chips y pescado, la bocina de los taxis y los ómnibus, Picadilly a media noche y un grupo de jóvenes iracundos, preguntándome si conocía a Gerry Mulligan. Por fin obtuve una habitación de quince chelines en el Mapleton Hotel (en el desván), y tuve un sueño largo y divino con la ventana abierta; por la mañana, los carillones que tocan a las once y la camarera que trae una bandeja con tostadas, manteca, mermelada, leche caliente y una cafetera llena de café, mientras yo estoy allí, asombrado.
El vagabundo solitario.
Jack Kerouac
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