Llegando de la metropolitana Londres, esta ciudad a orillas de Douro me recibe con un extraño silencio, roto por graznidos de gaviotas.
Dos ciudades atlánticas, dos grandes ríos. Pero la llana y cosmopolita Londres, limpia y educada, con sus 12 millones de habitantes, poco tiene que ver con esta ciudad provinciana de menos de 250 mil.
Aquella se pasea, ésta se escala.
Aquella se pasea, ésta se escala.
Tras un mes con cadencia anglosajona mi oído no se acostumbra a tanta vocal abierta, fuerte acento y tono inperioso. Sin embargo, a Oporto portuaria, desconchada y vetusta la entiendo más mía y la tomo frugal y ligera como he llegado a ella. Sueñan sus calles pasado pujante, glorioso, sueño yo un "después" entre sus empedrados.
Oporto, con miles de abigarrados ojos naif, vive mirándose en las verdes aguas del Douro y sus fachadas ceramistas siguen compitiendo con el azul profundo del océano.
Me gustan las perspectivas de esta ciudad, sus casas, el traquetreo de los tranvias de madera, las ancianas de negro de la cabeza a los pies, la ropa tendida en sus empinadas callejuelas, la devoción que se emana en sus iglesias barrocas y en la forma tradicional de enterrar a sus muertos (una pequeña capilla abierta domingo tarde con un féretro cubierto de flores y unas cuantas mujeres llorosas), un buen vaso de Oporto, unas tripas a moda do Porto, las campanulas azules que extienden su manto apoderándose de la ciudad si las dejan, los barcos surcando el río, los eventuales pescadores y los niños nadando, la música de esta ciudad, mis pasos...
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