En escasas ocasiones los jueves tarde, por circunstancias ajenas a mi voluntad, desaparece la comodidad del coche en los desplazamientos y se me otorga un regalo. Hoy ha sido uno de esos días privilegiados.
Bien entrada la primavera, recorro el camino de vuelta a casa.
El primer tramo, el más agradable, discurre entre campos de cultivo y naranjos.
El primer tramo, el más agradable, discurre entre campos de cultivo y naranjos.
Camino por la huerta, un extenso manto que se pierde en el horizonte; al oeste un frontis de lejanas montañas azules, el mar a mis espaldas al este, y un cielo de tarde primaveral saturado de nubes en infinitos colores.
Respiro profundamente y voy llenándome de tonalidades en verde. El verde intenso de los naranjos, el verde-azulado de las verduras, sus matices en la variedad de cultivos y su brillantez en los majestuosos árboles que, cuajados de frutos amarillentos adornando los jardines, encuentro a mi paso.
Alzo mi mirada y recorro con satisfacción el inmenso cielo del atardecer. Las nubes se entretienen en complicados y maravillosos juegos. Retozan en el azul aniñado del fondo los densos cúmulos de algodón; los cirros azules, grisáceos y añiles de imposibles formas volumétricas se afanan en lenta procesión. Incluso las casas de huerta y las que están apiñadas al fondo, ya dentro de la población, se mimetizan con los paisajes vangoghnianos que estoy pintando y que acabo de dejar guardados hasta las semana que viene.
Y si esto no fuera suficiente para henchirme de burbujeante vida, entorno los ojos mientras camino y me dejo inundar por el penetrante aroma que ha eclosionado tan virulentamente esta larguísima y lenta primavera.
Siento la delicia de saborear muy poco a poco el caer de la tarde.
Siento la delicia de saborear muy poco a poco el caer de la tarde.