miércoles, 13 de julio de 2011

El vagabundo solitario





Inmediaciones de la gran ciudad a última hora de la tarde, como el viejo sueño de los rayos de sol a través de los árboles después del mediodía. Bajé en la estación Victoria, donde a algunos de los estudiantes les esperaban unas limusinas. Con el equipaje a la espalda, excitado, me dirigí, en medio del crepúsculo, por Buckingham Palace Road, viendo por primera vez largas calles desiertas. (París es una mujer, pero Londres es un hombre independiente que fuma en una taberna.) Más allá del Palacio, por el Mall, a través del parque de St. James, al Strand, tránsito, humo, míseras multitudes inglesas dirigiéndose a los cines. Trafalgar Square, Fleet Street, donde había menos tránsito, tabernas más oscuras y tristes callejas laterales, casi hasta la Catedral de St. Paul, de una tristeza johnsonniana. Por lo tanto, di media vuelta y entré en la taberna del Rey Lud, para tomar una rarebit de seis peniques y una cerveza.

Telefoneé a mi agente de Londres, contándole lo que me ocurría:
-Mi querido, ha sido terrible que no estuviera en casa esta tarde. Estábamos visitando a mi madre, que está en Yorkshire. ¿Se arreglaría con cinco dólares?
-¡Sí!
Por lo tanto, tomé un ómnibus hasta su elegante piso de Buckingham Gate (había pasado por delante de él cuando me bajé del tren), y fui al encuentro de la digna pareja. Él tenía perilla, chimenea y whisky para ofrecerme, me habló de su madre, que contaba cien años, y leía toda la Historia social inglesa de Trevelyan. Hongo, guantes, paraguas, todo sobre la mesa, testimoniaban su modo de vivir, y yo me sentía como el héroe norteamericano de una película antigua.
El grito lejano de un niño que sueña con Inglaterra debajo del puente de un río. Me dieron sandwiches, dinero, y luego me fui a pasear en torno de Londres, saboreando la niebla en Chelsea.  Los policías que se paseaban en la niebla lechosa, pensando: “¿Quién va a estrangular al policía en medio de la niebla?” Las luces opacas, el soldado inglés que se pasea con un brazo en torno de su novia, y con la otra mano comiendo chips y pescado, la bocina de los taxis y los ómnibus, Picadilly a media noche y un grupo de jóvenes iracundos, preguntándome si conocía a Gerry Mulligan. Por fin obtuve una habitación de quince chelines en el Mapleton Hotel (en el desván), y tuve un sueño largo y divino con la ventana abierta; por la mañana, los carillones que tocan a las once y la camarera que trae una bandeja con tostadas, manteca, mermelada, leche caliente y una cafetera llena de café, mientras yo estoy allí, asombrado.


El vagabundo solitario.
Jack Kerouac


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