jueves, 24 de septiembre de 2009

Él, Ella.

Él
Cuando entré en tu casa y te vi, el mundo se me vino abajo. Sé que leíste la decepción en mis ojos. Aunque intenté esconderla entre mi sonrisa y, a pesar de la tuya, adiviné que me habías leído el pensamiento.
¡Que decepción verte así, enjuto y envejecido, carcomido, necesitado, hundidos los ojos, delgado …pero sobre todo dolorido… varón de dolores.

¡Varón de dolores!

Me aturdió tu rostro de dolor. Me tragué las lágrimas mientras te veía luchar con Cristina que, pacientemente, hacía su trabajo en tu cuerpo; y tú respirando, y tú jadeando, y tú suspirando y tú como pidiendo permiso para quejarte…
Aparté un pensamiento que no me deja un instante desde entonces: “No va a resistir más” “Otra operación no podrá superarla”…

Se va, se está yendo poquito a poco, andando un camino que no deseamos nadie para los que amamos, el camino que conduce a la muerte por el peor de los senderos, el abrupto, el empinado, el más duro, el solitario, el más complicado, lento y largo, el que provoca desesperanza, frustración, desesperación, y un profundo dolor y amargura a los que vivimos alrededor.

Y frente a ti, amigo mío es la impotencia de no tener poder para arrancarte de las garras de la muerte.
No poder salvar a los que amamos de ella ¡Qué injusto!

Es la rabia que me posee. Por esa rabia te maldigo, Oh muerte.

Ella

La miro desde el otro lado de la larga y amplia mesa. Lleva el pelo corto, impecable como siempre y teñido platino desde hace escasamente tres años. La miro con cariño. Tiene un rostro noble, pero hoy me fijo más en ella. ¿Qué me llama la atención? Está sonriendo y tiene paz.
 Es tranquila, una mujer tranquila, jamás alterada, siempre dulce, sin invadir ni empalagar.

¿Cómo transmite serenidad?  Sé que cuando él no está delante llora y se queja al cielo. Cuando no la ve nadie, cuando está sola, se desespera con humildad y se pregunta qué hará cuando él no esté.
Y llora por él, por ella, por sus hijos.
Él se va, poco a poco, con grandes sufrimientos diarios, con problemillas añadidos a su enfermedad mortal, pero ella delante de mí, en la sala de Claustro, está en calma.

Y yo tengo que reprimir las lágrimas que pugnan por salir.
Con un suéter verde de manga larga y un pañuelo níveo, relajada y sonriente, atiende y presta atención como si le fuera en ello la vida.
Maravillosa y profundamente justa, me da una lección de entereza.

***