que refleja hojas blancas en el agua cristalina.
Allí, mientras tejía fantásticas guirnaldas
de ranúnculos, ortigas, margaritas y esas flores alargadas
que los pastores procaces llaman con nombres soeces,
pero que en boca de nuestras doncellas no son
sino “dedos de difunto”. Allí, cuando trepaba
para colgar en el árbol su corona silvestre,
rompiose una rama pérfida, y cayó ella, y sus trofeos
floridos en aquel arroyo de lágrimas. Extendidos
sus ropajes en el agua, salía a flote cual sirena,
y cantaba estrofas de antiguas canciones,
inconsciente del peligro, o como hija del agua,
acostumbrada a vivir en el propio elemento.
No paso mucho tiempo, sin embargo,
sin que el peso de sus vestidos empapados de agua
arrebatara de sus cánticos a la infeliz, arrastrándola al cieno de la muerte.
William Shakespeare. "Hamlet. Acto IV, escena 7" (1599)
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