jueves, 13 de mayo de 2010

Azahar

  En  escasas ocasiones los jueves tarde, por circunstancias ajenas a mi voluntad, desaparece la comodidad del coche en los desplazamientos y se me otorga un regalo. Hoy ha sido uno de esos días privilegiados.

 Bien entrada la primavera, recorro el camino de vuelta a casa.

 El primer tramo, el más agradable, discurre entre campos de cultivo y naranjos.
Camino por la huerta, un extenso manto que se pierde en el horizonte; al oeste un frontis de lejanas montañas azules, el mar a mis espaldas al este, y un cielo de tarde primaveral saturado de nubes en infinitos colores.

 Respiro profundamente y voy llenándome de tonalidades en verde. El verde intenso de los naranjos, el verde-azulado de las verduras, sus matices en la variedad de cultivos y su brillantez en  los majestuosos árboles que, cuajados de frutos amarillentos adornando los jardines, encuentro a mi paso.

Alzo mi mirada y recorro con satisfacción el inmenso cielo del atardecer. Las nubes se entretienen en complicados y maravillosos juegos. Retozan en el azul aniñado del fondo los densos cúmulos de algodón; los cirros azules, grisáceos y añiles de imposibles formas volumétricas se afanan en lenta procesión. Incluso las casas de huerta y las que están apiñadas al fondo, ya dentro de la población, se mimetizan con los paisajes vangoghnianos que estoy pintando y que acabo de dejar guardados hasta las semana que viene.

Y si esto no fuera suficiente para henchirme de burbujeante vida, entorno los ojos mientras camino y me dejo inundar por el penetrante aroma que ha eclosionado tan virulentamente esta larguísima y lenta primavera.
Siento  la delicia de saborear muy poco a poco el caer de la tarde. 
Llevamos más de un mes aspirando un denso aire cargado de perfumes cuya base dominante es el poderosísimo azahar. 

Maravillosos los abriles y mayos en mi tierra.





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