Mírame, Andrea. Has de mirarme cuando cantes, cariño.
Y así, sus ojos inquietos, que luchan, entre el deseo de obedecerme y el de corretear libres, van de mis ojos, al sonido hipnotizador de las cuerdas de la guitarra.
Yo, voy acomodando mi canto a su blanca y dulcísima voz, y en mi mirada chisporrotean los reflejos melocotón y miel de la inmensa ternura.